Nuestra urgencia respiratoria: Humanidad y COVID-19


“Lo cotidiano se vuelve mágico”
(Como pájaros en el aire)
Mercedes Sosa

Alguna vez le escuchaba a Raquel, mi amiga y maestra de meditación, que los virus y las enfermedades son muy valiosas por la información que traen para las personas. Para mí, esto no es muy digerible aún, sin embargo, intuyo que puede ser muy cierto. En principio, porque nos obliga como personas a bajar el ritmo de la vida cotidiana en su quehacer; en su segundo lugar porque los virus y las enfermedades nos llegan a los lugares más débiles de nuestros cuerpos; y tercero, porque la enfermedad es, sin lugar a duda, un llamado a ser humildes y reconocer nuestra fragilidad vital frente a esos modos de pensamiento único y hegemónico que nos hacen creer que somos superiores a todo.

No creo, entonces, que sea en vano que nuestra mayor enfermedad como humanidad en estos tiempos sea respiratoria. Si esto es así no es por menos que por la vida tan asfixiada que llevamos, y que en muchos momentos de nuestra cotidianidad disfrazamos y justificamos para no reconocerla como nuestra mayor debilidad. Es una asfixia que ha ahogado lo más sagrado de nosotros mismos: reconocernos como seres humanos, llevándonos con ello a convertirnos en objeto de producción y de consumo. Es también una asfixia como resultado de la depredadora actitud de tomar sin reponer aquello que la Tierra nos ofrece. Es una asfixia de creer que el supermercado es una despensa inagotable de productos que eternamente allí permanecen pero que en las más de las veces, proceden y son producidas con violencia depredadora y extractiva. En fin, es una asfixia que nos ahoga, que nos hace vernos débiles y frágiles y que permite que el virus que hoy nos habita nos invada de forma tan fácil, invisible e indiscriminatoria.

La pandemia de estos tiempos, o mejor, la enfermedad colectiva que estamos padeciendo, es asfixia. Mientras los gobiernos y las hegemonías económico-políticas buscan darle respiros y hacerle terapias respiratorias a los sistemas económicos, gracias a este virus nosotros como seres humanos hemos tenido que regresar forzosamente a nuestras casas, a nuestros albergues temporales y/o a nuestros lugares de origen para des asfixiarnos de los ahogos corporales, espirituales, emocionales que tenemos; en síntesis, para reconocer y encontrarnos con nuestras asfixias personales, familiares, sociales, y por qué no, históricas.

Entonces, creo que la mal denominada pandemia ocasionada por el COVID-19, que técnicamente no es más que una denominación que se rige bajo un criterio hipotético-deductivo de leer la historia y la vida como un ensayo y error que está a la espera de derrotar el virus, es más bien, una oportunidad para no perder de vista que somos débiles a nivel respiratorio en el transcurso histórico en el que nos encontramos.

El virus con el que estamos coexistiendo no es menos que una posibilidad para desasfixiarnos como seres humanos individuales y colectivos de los atosigantes ritmos de vida que nos hemos impuesto y que le hemos impuesto a nuestro entorno. Tal vez por eso mismo le tenemos tanto pánico al virus, pues nos atemoriza abruptamente detenernos y volver a
respirar, esta vez en consciencia con y desde nuestros cuerpos, en diálogo con nuestro entorno y reconociéndonos como seres biológicos, psíquicos, sociales, históricos y espirituales.

No deja de sorprenderme que tuvo que ser un virus – biogenéticamente modificado o no – aquel que ha logrado detener nuestro trepidante ritmo de vida, y con ello, nos ha permitido empezar a rescatar lo mejor de nosotros mismos: nuestra humanidad. ¡Esa es la insondable e inescrutable fuerza de la naturaleza! Y es esta fuerza aquella que nos está haciendo recordar que no somos más que ella. Sin duda alguna somos expresión suya, pero no somos su absoluto, lo cual nos implica tener, como primer paso, un gesto de humildad con nosotros mismos y con ella. Y, si fuera posible un segundo paso, reconocer que no sólo nuestra vida depende de la de ella, sino que esto seguirá siendo posible si cambiamos el paradigma de la depredación por el de la coexistencia, la compasión y la misericordia.

De ahí que no sea fortuito que todos estemos nuevamente en nuestros lugares de origen o de paso. Son nuestros lugares fundantes para volver a respirar, son lugares propicios para desahogarnos reconociendo qué es aquello que nos asfixia en nuestra intimidad corporal, espiritual y mental. Es muy probable que en un segundo momento, habiendo vuelto a respirar conscientemente en nuestra intimidad, podamos volver a respirar junto a nuestras familias y seres queridos. Y, si esto es posible, sólo después volveremos a respirar colectivamente como humanidad. Todo ello, respirando el aire que nos prodiga la Tierra, que por demás, también ha vuelto a respirar en todas sus manifestaciones y formas posibles.

En medio de todo esto, y como resultado de nuestro agitado ritmo de vida, que no es sino heredero de dinámicas políticas, económicas e históricas ajenas a nuestro control pero nos hace sus víctimas y nos obliga a ser sus victimarios para sobrevivir, no quiero dejar de señalar que la realidad material y espiritual de los más empobrecidos y excluidos de nuestra historia nuevamente nos grita con voz profética.

Su situación de exclusión reitera cómo nos hemos ahogado mutuamente para sobrevivir en una fiel expresión darwiniana de la lucha por ser el más fuerte y en donde el débil si no es excluido es asesinado. Hoy por hoy mucha gente está llamando a la solidaridad para con ellos pues su vulnerabilidad y fragilidad es más que evidente. Sin embargo, no quiero creer que esta solidaridad sea momentánea. ¿Si ha habido dinero y comida para ayudar a cubrir sus necesidades básicas en estos momentos, por qué no pueden existir modos de vida y de sociedad que nos permitan vivir dignamente a todos?

No creo que sea preciso caer en el juego de los discursos políticos que hoy llaman a la solidaridad colectiva para ayudar a los más necesitados. Esto es su obligación constitucional, y más aún, frente a este pedido gubernamental es preciso tener presente que su autoridad moral es ínfima. Ejemplos abundan de cómo en tiempos electorales abusan de su condición con donaciones de mercados y otros objetos de primera necesidad que no dignifican su vida.

Si el llamado a la solidaridad que humanamente ha vuelto a nacer en nosotros nos interpela, o mejor, si es una pandemia o una enfermedad colectiva respiratoria aquella que nos enseña a ser solidarios de nuevo es porque estamos siendo capaces de ver en el otro el rostro real y concreto de la humanidad en su multiforme expresión, en su fragilidad y vulnerabilidad. Y
porque, además, su necesidad nos obliga a dignificar su vida tanto como nos sea posible. Esto, sin duda alguna, tiene que pasar por la vida personal, familiar y social.

Con todo esto, no es para nada imprecisa una frase que le escuché al rector de un colegio público conurbano de Bogotá, en donde, a propósito, casi la mitad de sus estudiantes son hijos e hijas de familias venezolanas en situación de migración: “El otro es mi prójimo porque yo soy el otro”.
Creo pues que esta enfermedad colectiva que hoy padecemos como humanidad no sólo nos hace ver nuestra fragilidad biológica sino nuestro lado más débil como humanidad. Nuestra dificultad respiratoria de este tiempo es sinónimo de que como humanidad nos estamos ahogando. El virus con el que estamos coexistiendo por estos días es un llamado de nosotros mismos como expresión de la naturaleza a desasfixiarnos, a retomar nuestro mejor ritmo respiratorio con el cual podamos continuar nuestra existencia cotidiana con plena consciencia de ser parte finita de este universo – no realidad absoluta -, en relación con todas las personas, animales, plantas y cuerpos celestes que lo componen. Sea preciso decir que no vivimos solos, lo hacemos con todo cuanto existe.

¡Kueje!

Juan Esteban Santamaría Rodríguez
juanessantrax87@gmail.com

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